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El día que cumplí cien años

Por: Thalía Menéndez

Mi nombre es Marcelino y soy el patriarca de una gran familia, los Menéndez. El fin de año siempre ha sido mi época favorita, sobre todo porque he tenido la suerte de nacer 3 días antes de la Navidad. Mi cumpleaños es el 22 de diciembre. El día en que, oficialmente, comienzan las celebraciones para nosotros.

 

Todos los años, la familia visita el mercado de la Merced el 20 de diciembre. Ya no es lo mismo que cuando mi Nueva Reina estaba ahí, pero igual sigue siendo toda una aventura. Nada más entrar, se te llena el corazón con una explosión de recuerdos de colores, olores y sabores. Pero, si no quieres terminar perdido, más vale que no te dejes llevar; el mercado es enorme y la lista cada año es más larga. Aunque la verdad, perderse en el mercado puede resultar divertido y, sobre todo, delicioso. Con las pruebas que les dan a los “güeritos” te puedes armar una comida completa. ¡Lo bueno que todos somos “güeritos” aquí!

Primer objetivo, conseguir una olla de barro para hacer la piñata con los nietos. El pasillo de las ollas es como una gran cueva, huele a tierra mojada. La olla elegida parece una cabeza Olmeca con unas grandes orejas. Este año es especial, la piñata debe ser monumental. Conseguir lo necesario para llenarla, el siguiente objetivo del día.

 

Los niños siempre quieren llenar las piñatas con dulces. Los grandes, las llenan con fruta. No es tan emocionante, pero se justifican diciendo que están cuidando su salud… y sus dientes. Con ese detalle en mente, poco a poco se van llenando las bolsas del mandado: montones de pequeñas naranjas con pecas a las que les dicen tejocotes, cacahuetes como si tuviéramos muchos monos que alimentar en el jardín, cañas que nunca nadie puede morder pero que se pueden roer por horas enteras para sacarles un poco de azúcar, rugosas mandarinas y como siempre hay que asegurarse de romperle la cabeza a alguien, no hay que olvidarse de las jícamas. Además de fruta, lo único permitido en el relleno de la piñata son las colaciones; esos tradicionales dulces de diferentes tamaños, formas y texturas. Esos dulces de montones de sabores diferentes. Esos dulces que parecen piedras de colores y que a ningún niño le gustan. El material para hacer el engrudo y decorar la piñata está en los últimos pasillos. Así que ahora hay que comprar lo necesario para hacer la cena.

Pavo y pierna, romeritos, camarones, fruta seca para el pastel, piñas, manzanas y zanahorias para la ensalada y cualquier cosa que se antoje en el camino. Además, como este año es especial (mi cumpleaños número 100), se compra también todo lo necesario para hacer fabada: faba asturiana, chorizo y morcilla. ¡Mi platillo favorito! El jamón serrano y los diferentes turrones para la botana tampoco pueden faltar. A las bolsas se agregan algunas botellas de sidra y varias nochebuenas de diferentes tamaños para adornar la mesa. Después de comprar la maicena y el azúcar para el engrudo, todo está listo para volver y comenzar a preparar la celebración.

 

Ya en casa, la familia se dispone a dividir las labores. Hay tantas cosas por hacer y muy poco tiempo. Ese mismo día es imprescindible limpiar y desinfectar todo muy bien. Eso incluye la casa completa, y quien no ayude, se queda sin cenar. Las tareas divertidas comienzan hasta el día siguiente.

El 21 de diciembre los niños preparan el engrudo para la piñata con la abuela. La vieja olla de lámina, en la que se mezclan los ingredientes, siempre hace que huela muy mal. Además, es tan pegajoso que resulta en verdad un asco… una de las razones por la que a los niños les parece tan divertido. Algunos de los adultos ayudan a cocinar y a decorar la casa. Pero mis hijas no. Ellas son las encargadas de hacer el pastel especial. Al terminar las tareas básicas, la familia se reúne para poner el árbol y el nacimiento. Hay una mezcla terrible de muñecos de plástico, paja y arcilla, pero también hay una ciudad, una montaña, un pesebre y un desierto monumental. Todo decorado con luces de colores para indicar el camino hacia el árbol de Navidad. Me alegra mucho que su gran estrella plateada se quede prendida, es una buena guía.

 

El día 22, la familia tiene una posada muy especial. Se hacen todos los cánticos necesarios para dejar entrar a hijos, tíos, primos y sobrinos que se han quedado atrapados en el patio trasero. Después, se parte la piñata y, para terminar, se encienden varias luces de bengala que iluminan la noche. La abuela siempre me regañaba por comprarlas, pero este año fue ella misma quien las eligió, tenían que ser 10. Una para representar cada decena del centenar que cumplo. Una para cada uno de los 10 nietos mayores.

 

Es hora de cenar, la mesa ha sido decorada con el mantel navideño que tiene campanas verdes y rojas junto con la sal y pimienta que representan al señor Santo Clos y a su señora. Sí, a ese que nunca viene a visitar nuestra casa porque aquí somos católicos, apostólicos y románicos de hueso colorado. Supongo que se aparece en nuestra mesa para recordarnos que la magia sí existe, sobre todo, en días como hoy. Se ponen también las copas de cristal rosado. Esas que son demasiado elegantes y hermosas como para prestárselas a los niños. Y claro, comida por montones. Aquí nadie se queda con hambre. Para finalizar la cena, traen el gran pastel de chocolate. Tiene un letrero que dice: 100 Felicidades voladoras para el Abuelín Bonito-Encantador. No tiene velas, pero eso sí, como el de todos los años, seguro está delicioso. Ha pasado mucho tiempo, los hijos y los nietos han crecido; las tradiciones se mantienen y el sabor del pastel de cumpleaños es una de las más importantes. Cuando se termina, es hora de irse a descansar. Mañana deben volver temprano a terminar de limpiar y a hacer otros cuantos kilos de comida.

 

Como siempre, los olores a Navidad del día 23 son memorables, se impregnan en el ambiente. Un ponche de frutas con olor a campo justo en el momento de levantar la cosecha. Un pavo con un relleno de mermelada y fruta que te hace derretir la boca y otros olores que se confunden para hacerte sentir que vuelas por entre los pasillos. Todo está listo, la familia puede ahora relajarse un poco, es necesario dejar algo para mañana…

El día 24 la casa se viste de colores desde temprana hora. Los hijos y nietos llegan haciendo sonar campanas y regalando sonrisas a todo aquel que las quiera recibir. La mesa se dispone igual que el día de mi cumpleaños. Sólo hay dos diferencias: pavo en lugar de fabada asturiana y pastel de frutos secos en lugar de pastel de chocolate. El señor Santo Clos y su señora siguen ahí. ¿Será que algún día les caerá el veinte de que aquí solamente creemos en los Reyes Magos?

 

Antes de cenar hay que ir a misa, es lo que debe hacer toda familia creyente. La verdad, es que creo que muchos de ellos se aburren, pero lo ordena la abuela y, este año en particular, nadie se ha atrevido a decirle que no. Al regresar de misa, mi hijo pone sobre la mesa una foto y las campanitas que siempre habían colgado del espejo de un coche. Dice que así se asegura de que los que ya no están también estén.

 

La cena ha dejado a todos muy satisfechos. Es momento de un brindis. La familia mira la foto sobre la mesa y dice: “Por la Navidad 100 del Abuelín Bonito-Encantador”.

—Caray, qué le costaba esperarse otros siete años –bromea alguien por ahí.

— ¡Hala, si serán chambones! Con que pusieran tantita atención, se darían cuenta…— He gritado al decirlo, aunque sé que ellos no me pueden oír.

Finalmente, alguien nota la diferencia.

—Oigan, esta sidra ya no sabe a nada. ¿Qué le pasó?

— A mí se me hace que ya estás “felicito”. La acabo de probar y estaba deliciosa —dice alguien más por ahí.

—¡Es verdad, la mía también ha perdido su sabor! —repiten algunos otros a coro.

 

La emoción me hace volver a gritar. “¡Vaya, hasta que se enteran!” Como no me pueden oír y aún los veo despistados, antes de tomar de la siguiente copa, me aseguro de tirar la foto y hacer sonar las campanitas que habían dejado sobre la mesa.

 

Creí que se iban a espantar, pero no. Todos parecen haberlo entendido. Se abrazan y sonríen. No hay duda… los abuelos nunca se van, solamente se vuelven invisibles. Por eso es importante siempre encender las luces de bengala y dejar prendida la estrella del árbol.

Thalía Menéndez

Tiene 43 años y se dedica a la edición de libros. Le gusta escribir porque la imaginación no tiene límites ni fronteras: le da libertad. Escribir es la forma más increíble de viajar y de recordar. No es muy amiga de las redes sociales, pero seguro la volveremos a encontrar.

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